sábado, 3 de mayo de 2008

La comunicación escrita como fuente de conocimiento del otro

La comunicación escrita ha supuesto, hasta hace algunos años, una valiosa fuente de conocimiento de aquella persona que, a través de sus misivas, se ponía en contacto con nosotros: sus estados de ánimo en el momento de escribirnos; sus preocupaciones, incluso, aspectos significativos de esa persona; su refinamiento educativo; su nivel cultural; su actitud hacia nosotros, así como también determinados rasgos de su personalidad, evidenciados de manera excepcional por expertos a partir del análisis grafológico de quien escribía.

Otrora se acostumbraba a guardar unas determinadas pautas de relación en la comunicación escrita. Pautas que resultaban un abrirse al otro y una cortesía hacia su persona. Así, las misivas solían comenzar con una preocupación sobre la otra persona, sobre su estado de salud y de ánimo, también como un deseo claro de bienestar hacia él o ella. Seguido a esto, se solía enlazar con algo de nosotros, relativo a nosotros mismos (yo estoy bien) y a las personas que constituían nuestro entorno más cercano. Era una manera de compartir nuestro espacio vital y algo de nuestro mundo interior, que suponía un preámbulo en nuestras cartas.

Como consecuencia de la llegada de las nuevas tecnologías, especialmente del correo electrónico y de los mensajes cortos a móviles (SMS) -que han propiciado un intercambio comunicativo más rápido, alimentando nuestra vida apresurada y, de alguna manera, impersonal-, gran parte de estos valores de la comunicación escrita de los que antaño disfrutábamos, se han perdido.

Muchos de nosotros utilizamos estos medios de comunicación en sustitución del teléfono porque, entre otras cosas, resulta más barato y nos permite reflexionar mejor sobre lo que deseamos decir, pero también como sustitutivo de las cartas manuscritas, por los mismos motivos económicos aludidos y por la inmediatez que los caracteriza.

Por una parte los aspectos técnicos inherentes a las nuevas tecnologías, que obligan a escribir bajo tipologías preestablecidas, desterrando el rasgo manuscrito, así como el uso que frecuentemente hacemos de ellas bajo nuestra vida apresurada, donde lo que se desea comunicar debe ser preciso y sin excesivos esfuerzos, nos están llevando a la pérdida de ese potencial que, hasta su llegada y algunos años después, tenía la comunicación escrita.

Es habitual comenzar nuestra comunicación sin referencia al otro, sin un “querido…” o querida…”, sin un “estimado…” o “estimada…”, sin un “apreciado…” o “apreciada…”; no digamos nada de otras fórmulas que supondrían un retorno al Siglo XIX como, por ejemplo, “de mi especial consideración…”. También es habitual ver que se suele terminan sin una despedida cálida y sentida que al otro le deje con la sensación de que para nosotros es importante. Así, usamos los convencionalismos de “un abrazo”, “cordialmente”, “hasta luego” o, a veces, nada.

Nuestros mensajes, en la mayoría de los casos, no hablan nada de nosotros, no hablan nada del otro. Son comunicaciones vacías de afecto, orientadas en exclusiva a comunicar algo puntual y rápido. También se usan como vía impersonal de comunicación, pues nos permiten enviar un mismo mensaje a varias personas a la vez, con el consabido ahorro de esfuerzo que supone no enviar la misma carta o mensaje a cada destinatario, uno a uno de manera personalizada. Lo que, muchas veces, no invita a la respuesta, quedando lo que se comunica exclusivamente en el plano de la información.

Estas misivas electrónicas, por otra parte, suelen venir poco cuidadas, algo a lo que ya nos venimos acostumbrando y a lo que casi ya nos prestamos atención ni juzgamos, pues, en nuestro interior, nos hemos adiestrado para ser benevolentes con esto, disculpándolo bajo el supuesto de la prisa que tenía quien escribió.

A pesar de ello, estos medios de comunicación pueden seguir siendo, si nos lo proponemos, una enorme fuente de conocimiento de la otra persona. Por supuesto ya no existe la posibilidad de analizar la grafía de quien escribe, pero sí de saber cosas de él o de ella si estos medios son usados con reflexión, ganas de que el otro conozca de nosotros y si se cuidan las formas y se mira un poco a las maneras consideradas de otro tiempo. Maneras que nos obligaban a establecer una relación más próxima y humana con aquellas personas a las que nos dirigíamos. Todo ello requiere un darse cuenta y un esfuerzo por no perder algo que durante tiempo supuso una valiosa fuente de comunicación e información entre todos nosotros.

Es doloroso ver que cada vez se atiende más al contenido que a la forma. Nos estamos acostumbrando a menospreciar las reglas de puntuación, a no buscar aquellas palabras que expresen con precisión lingüística lo que queremos expresar, a escribir sin atender a las reglas ortográficas, confiando en las correcciones que, posteriormente, nos hará la aplicación informática que estamos usando (algunas personas, además, ni esto, ya que no se han preocupado de tener activado el corrector ortográfico en sus aplicaciones de texto).

A todo ello se suma el hecho de que nuestro lenguaje se está desvirtuando; ese legado tan rico que hemos heredado y que supone la base de nuestras capacidades cognitivas superiores. Las prisas y las posibilidades tecnológicas de estos medios modernos, llevan a que las nuevas generaciones y las no tan nuevas comiencen a usar los símbolos lingüísticos no como una parte integrada en un todo, como parte de un significado, de un concepto, en definitiva de una palabra, sino como un elemento aislado que tiene valor expresivo en sí mismo. Así, la fonología del símbolo adquiere un valor expresivo y comunicativo nunca sospechado ni admitido hasta ahora. Esto, por su parte, cercena así toda posibilidad de conocimiento del otro, al no ofrecernos ya ningún parámetro de ese saber sobre algunos rasgos y características de la otra persona.

Como ejemplo, se me ocurre la siguiente comparación. Un mensaje con el siguiente texto: “bete a casa. No puedo ir a recogerte. La reunión de hoy me a hecho retrasarme” puede orientar algo sobre el nivel cultural de la persona que lo ha escrito o bien hacernos pensar que es una persona dejada en su comunicación o, incluso, despistada. Nos posibilita, por tanto, establecer hipótesis sobre esa persona aunque, indudablemente, la información que podemos recibir sobre ella sea extremadamente pobre en este mensaje.

Sin embargo, ese mismo mensaje escrito bajo los convencionalismos actuales, nos deja vacíos, sin posibilidad de saber ya nada sobre el otro, sin capacidad para establecer ninguna hipótesis sobre quien escribe. Así, atendamos al mismo mensaje escrito de la siguiente manera: “bt a ksa no pdo ir a regerte xq l reuni m a exo rtrasm”.

Sobre mi concepto del amor

Desde un sentido general, puedo decir que amar a otra persona es celebrar todos los días el hecho de que haya nacido.

Para explicarme bien lo que con esta afirmación quiero decir, debo referirme a aquellos aspectos que, para mí, sustentan este sentimiento, que considero muy elevado, en nuestras relaciones con los otros.

Amar es respeto. Es celebrar la existencia de la otra persona respetando lo que es, admitiéndola tal cual es, con lo que nos gusta y con lo que menos nos gusta. No intentar cambiarla, pues intentar cambiarla supone renunciar a apreciar esa parte de ella que también la constituye, pero que no encaja con nosotros. Amar a otra persona es respetar su libertad, su espacio vital, sus necesidades, sus miedos, sus limitaciones, pero también sus deseos, sus ilusiones, su silencio, sus expectativas en la vida y sus decisiones.

Amar es dar. Es ofrecer a la otra persona, por el mero hecho de estar y ser, todo lo mejor de nosotros, sin esperar una recompensa. Es dar, incluso, con renuncia, asumiendo quedarte sin aquello que das, porque sientes que la otra persona lo necesita más que tú.

Amar es dolor. Cuando se ama a alguien de verdad duele verlo mal, verlo enfermo o abatido. Pero ese dolor no debe convertirse nunca en un sufrimiento que perdura en el tiempo, pues el sufrimiento nos obnubila, nos hace actuar en nuestro beneficio e impide, por tanto, ayudar con eficacia al otro. El dolor en el amor es entrar en contacto con el otro, es reforzarlo en nosotros mismo para sentirlo con más fuerza. Es también sentir su sufrimiento en toda su intensidad pero no manifestarlo; sentir calladamente, para no agobiarlo. Es estar, pero no actuar, sólo acompañar, aunque nuestro dolor sea grande. Esta actitud refleja una enorme confianza en el otro, al concederle la oportunidad de superar por él mismo sus problemas dándoles la solución adecuada. Nuestro cometido es crear el clima adecuado para que ello sea posible.

Amar es compartir. Cuando se ama, se siente la necesidad imperiosa de compartir con la persona que se ama: lo que constituye nuestra vida exterior y nuestro mundo interior. Es, por tanto, la necesidad de extendernos, de proyectarnos al mundo a través de quien amamos. Es un depositarnos en esa o esas personas que amamos.

Amar es escuchar. No es oír, es una escucha atenta de lo que la otra persona quiere comunicarnos. Es entrar, sin barreras, en su mundo afectivo y emocional para comprenderlo. Es, también, darle la oportunidad de que se escuche a sí misma.

Amar es sentir. Amar es abrir los ojos por la mañana y no preguntarse por qué la persona que se ama viene a nuestra mente y nos despierta ese sentimiento de plenitud, de dolor y de felicidad. Amar a esa persona es no preguntarse nunca por qué se la ama, ya que la pregunta siempre encierra una duda.

Amar es contacto. Amar es sentir la necesidad de descansar sobre la persona amada en un abrazo, en un beso o en una acaricia. Es un descanso placentero y prolongado que forma parte de nosotros de por vida. Es intercambiar las energías más positivas. Es dar parte de nosotros en ese acto humano.

Amar es deseo. No es un deseo referido a nosotros mismos. Es un deseo proyectado a la otra persona. Es desear su bienestar, su felicidad, su permanencia en esta vida de forma plena.Amar es soltar. El amor no es posesión, es el respeto absoluto a la libertad de la otra persona.