jueves, 23 de octubre de 2008

La culpa es de los padres

No hace muchos día que recordé haber leído que uno de los momentos importantes de toda terapia psicológica es cuando el cliente, o el paciente para algunos enfoques terapéuticos, es capaz, en un acto de responsabilidad hacia sí mismo, de perdonar a sus padres, llevándole, esto, a desprenderse de esa carga no resuelta que venía arrastrando a lo largo de su existencia. Ésta –creo y siento- acertada y real afirmación, la encontré, después de buscar bastante y guiándome de mi, a veces, no buena memoria, en el libro “Sueños y Existencia” (1) de Fritz Perls, fundador de la Terapia Gestáltica. Libro que me permito recomendar a todos, pues encierra, más allá de los, a veces, marcados juegos de pirotecnia de Perls o de sus infinitas genialidades y destreza en el hacer terapéutico, un conocimiento profundo del ser humano que invita, a cualquiera que se enfrenta a su lectura, a reflexionar sobre sí mismo, sobre su manera de relacionarse con otros y sobre su propia condición de ser libre pero paralizado -quizá diría yo muerto en vida- por los infinitos condicionantes que anidan en nuestra mente, cincelada, consciente o inconscientemente, con buena voluntad o sin voluntad, por aquellos que vivimos como referentes en las distintas etapas de nuestro desarrollo psico-afectivo.

Este recuerdo, que no alcanzo a recordar (valga la vulgar redundancia) por qué acudió a mi mente, me llevó a algunas reflexiones.

Mantener una actitud permanente de culpabilizar a nuestros progenitores por lo que ahora nos pasa o somos, es como decirles: ¡Mirad lo que hicisteis, soy lo que vosotros me habéis hecho y, ahora, me toca cargar con esto! Esto resulta un poco incomprensible, a la vista de que, a pesar de que nuestra vida la vivimos muchas veces supeditada a otros o a otras cosas, luchamos por salir de nuestras tenazas, sabiendo que el cambio es posible porque en otros ha sido posible. Sin embargo, este asunto con los padres lo tenemos enquistado, como si aquello que intuimos que hicieron con nosotros, consciente o inconscientemente, con buena voluntad o sin voluntad –repito- se hubiera quedado grabado al fuego en nuestro ser, ya sin capacidad de remisión. Y es una carga que nos pesa demasiado, de la que queremos despojarnos, pero no podemos.

El origen de este resentimiento lo veo en esa tendencia que tenemos a responsabilizar a los demás de lo que nos pasa y de lo que somos. Responsabilizar y culpabilizar a los demás, porque descubrir que lo que nos pasa es exclusivamente nuestro y que de lo que somos, los únicos responsables somos nosotros mismos, al menos, por no hacer nada para cambiarlo, son dos realidades dolorosas de aceptar. El cambio es doloroso y, por eso, buscamos un alivio, algo que nos permita salir momentáneamente del sufrimiento sin enfrentarnos con nuestra propia realidad. Y es aquí, que los padres son una diana perfecta, porque sabemos que nunca nos harán daño aunque les expresemos nuestros reproches a su cara; lo más que sabemos que conseguiremos es que ellos se culpabilicen (esa es nuestra “venganza”). También porque nunca nos rebaten, especialmente si ya han dejado de existir.

Nos movemos constantemente en un “yo” desde “ti”: “Me siento mal porque hace días que no me haces caso”; “No me valoras”; “Mi vida laboral es un desastre, porque mi jefe es un autoritario y siempre quiere que haga lo que a él se le ocurre”; “Mi vida familiar es insoportable. Mis hijos hacen lo que quieren y nunca tienen un detalle de afecto para conmigo”. Y claro está: “Soy una persona rígida porque me crié en un ambiente familiar de total intolerancia”; “Mi padre me exigía siempre demasiado. Así que, por eso, tengo este nivel tan grande de exigencia”; “Mi madre no me daba todo el cariño que necesitaba entonces, cuando era un niño, así que ahora me comportó así porque me acostumbré siempre a reclamar cariño por todos los medios”, etc., etc. Y es posible que así fuera, pero es difícil saberlo, porque todos esos hechos los miramos desde el ahora con una mente inconsciente, incluso, aunque al relatar estos hechos, como ocurre en el caso de los referidos a los padres, estemos expresando que, al menos, nos hemos dado cuenta de lo que somos o de que nos comportamos de una determinada manera, lo cual es ya un avance. Pongamos un ejemplo.

Cliente – Sé que este nivel de rebeldía que tengo hacia todo y hacia todos, y que me hace comportarme así, es porque me crié en un ambiente familiar muy dogmático, muy reaccionario. Así que podemos decir que esta rebeldía es como un rechazo, una reacción, hacia esa educación que recibí.
Terapeuta- Veo que no vives esa rebeldía con aceptación.
Cliente- Bueno, no, pues ser así me acarrea muchos problemas con los demás.
Terapeuta- No te sientes aceptado.
Cliente- Sí, así es. Si hubiera sido criado en otro ambiente, estas cosas no me pasarían.

Efectivamente, puede ser que lo que dice el cliente sea verdad y que esa rebeldía sea una reacción al ambiente familiar que él vive ahora como dogmático o reaccionario, pero esa sensación de rechazo social que experimenta no tiene necesariamente que estar referida, en este momento, con el ambiente en el que se crió. Más bien a su necesidad actual de sentirse aceptado.
Aceptar esa necesidad a nuestro cliente le resulta doloroso. De ahí que desvíe su atención e intente desviar la del terapeuta desde un plano profundo a otro más superficial que le permita no enfrentarse con su necesidad real, haciendo, en consecuencia, responsable de lo que le pasa a otros, en este caso a sus padres.

Por otra parte, analizar nuestra existencia pasada desde el ahora, es perderse en el tiempo, ya que resulta imposible saber qué sentimos entonces ante estos hechos que vienen a nuestra mente. Lo más que podemos saber es qué sentimos ahora cuando los recordamos, lo cual no dice nada del hecho en sí mismo, ni de si ello fue la causa o no de lo que ahora somos, sino que nosotros recordamos ese hecho o esos hechos desde una emoción que está ahora, que surge aquí y ahora.

En este asunto de culpabilizar a los padres, existe algo que resulta más peligroso que lo que una persona experimenta en sí. Esto es, la tendencia a educar a nuestros propios hijos en el rencor que sentimos hacia nuestros padres, bien educándoles en el plano contrario de aquello que creemos que nos hizo daño o a darles con desmesura aquello que pensamos que no nos dieron, lo cual es -por así decirlo- más de lo mismo. O en el propio rencor, en el propio sentimiento.

Más allá de las situaciones traumáticas que se puedan presentar en nuestra vida, que vivenciamos como referidas a una amenaza real contra nuestra integridad física, que, en verdad, nos imposibilitan en aspectos de nuestra vida, me atrevo a decir que esos otros “traumas” a los que con frecuencia nos referimos para explicar lo que somos o por qué nos comportamos así, no son más que la expresión de nuestra propia cobardía para aceptarnos, para conocernos íntegramente. Algo que evitamos al anticipar el dolor que ello nos puede provocar, incluso el miedo a ser rechazados. ¡Qué liberador resulta darse cuenta de esto! En el caso de los padres, desprenderse totalmente de ellos, pues no se puede olvidar que detrás del resentimiento siempre subyace el sentimiento contrario. Si no fuera así, es evidente que esto que no nos resulta placentero y que, de alguna manera, es traumático para nosotros ya lo habríamos olvidado o rechazado, al igual que evitamos entrar en contacto con el fuego si en una ocasión anterior estuvimos a punto de quemarnos. Y claro, mantener esta ambivalencia afectiva no resuelta, un ser y no ser al mismo tiempo, nos hace daño y nos sume en una confusión difícil de afrontar desde la razón.

Perls, con relación al resentimiento, propone el siguiente ejercicio: Evocar a la persona con la que se está resentido, expresarle el resentimiento que tenemos. Tratar de que esa persona nos escuche como si existiera una comunicación verdadera. Expresarle nuestras exigencias. Mientras tanto, observar qué sensación nos está produciendo todo esto, qué sentimientos afloran en nosotros. Luego, propone hacer lo mismo pero, en este caso, expresándole a esa persona lo que apreciamos en ella. Captemos nuevamente la emoción que eso nos produce. Dice Perls: “Si descubrimos que no hay nada que apreciamos en esa persona, no hay necesidad de seguir con ella”, ni en la realidad, ni en nuestras fantasías. Yo quiero añadir que haciendo esto, me fui dando cuenta de lo absurdo e inconsistente de mis reproches para con mis padres. Invito a todos a hacerlo.

Cuán distinto sería si en las escuelas, en los colegios, en los institutos de enseñanza por los que pasamos, además de aprender conocimientos técnicos que nos permitirán subsistir -no existir- aprendiéramos algo más de los caminos, de los modos para el autoconocimiento, para la liberación, para vivir en el ahora, que es donde, en realidad, ocurren las cosas, incluidas nuestras fantasías, nuestros miedos y nuestros rencores. Cuán beneficioso sería para todos este aprendizaje.

Es seguro que alguien, al leer esto último, haya pensando: ¿No está José María con esto responsabilizando al sistema educativo de lo que es y de lo que le pasa? Sí, efectivamente, me he dado cuenta. También puedo responsabilizar a mis padres, pero no lo voy a hacer. Ahora los quiero más y -creo que- mejor.

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(1) Título original de la obra: Gestalt Therapy Verbatim

jueves, 31 de julio de 2008

Despertar

La gran mayoría de nosotros vivimos dormidos, sumidos en nuestros problemas producidos por nuestros deseos, por nuestras ilusiones y por nuestras aversiones, que hemos creado a lo largo de nuestra vida de acuerdo a modelos que nos han venido impuestos y que hemos "tragado sin digerir". Son nuestros introyectos, que hacen que nuestra mente reaccione constantemente con deseo o con aversión. Son nuestros condicionantes que supeditan nuestra vida, nuestro comportamiento, nuestras decisiones.

Vivimos dormidos también porque todo ello nos impide abrir los ojos a la realidad de la vida presente. Vivimos en nuestros sueños, en nuestras proyecciones al pasado y en nuestras proyecciones al futuro.

Nuestra mente se resiste a vivir aquí y ahora. Se enreda en al pasado y en el futuro, sin darse cuenta de que realmente no hay más realidad que la que hay ahora. El pasado ya no existe y el futuro tampoco hasta que se haga presente y, como dicen los místicos, nunca será como lo deseamos, pues nunca ocurre lo que deseamos u ocurre siempre lo contrario a lo que anhelamos. Y esto es un gran problema, porque resistiéndose nuestra mente a vivir en el presente, está abocada a vivir en él, ya que no hay otra realidad.

Buscamos y buscamos y nunca observamos. Buscamos en función de lo que es deseable, de lo que nos han dicho que es deseable, de esos modelos que no son nuestros y nunca nos paramos a observar el presente para ver si lo que el presente nos ofrece es bueno para nosotros o no. Eso nos coarta la posibilidad de adaptarnos pues, al vivir más allá, no podemos poner en marcha nuestros recursos que nos permitan apreciar la realidad presente.

Al vivir así, se generan en nosotros unas buenas dosis de frustración, de fracaso, de confusión, de miedo y de rabia, de aversión. Y todo ello, nos impide, aún más, despertar, pues todas estas cosas nos anclan cada vez más en lo irreal en nuestra vida dormida.

Me viene a la cabeza un viejo cuento Indú.

-Usted perdone, le dijo un pez a otro, es usted más viejo y con más experiencia que yo y, probablemente, podrá usted ayudarme. Dígame ¿dónde puedo encontrar eso que llaman Océano? He estado buscando por todas partes sin resultado.
-El Océano, respondió el viejo pez, es donde estás ahora mismo.
-¿Esto? Pero si esto no es más que agua... Lo que yo busco es el Océano, replicó el pez joven totalmente decepcionado mientras se marchaba nadando a buscar en otra parte.

Vivir así es vivir en disonancia, que se produce entre lo que debería ser y lo que es. Eso nos crea malestar, desequilibra nuestra mente. Una cosa es lo que nuestro organismo nos dicta, lo que la realidad nos enseña. Otra, lo que anhelamos vivir.

Así, esta disonancia nos hace sufrir y es entonces cuando experimentamos la sensación de que algo no funciona en nosotros; es la crisis. Entonces, sentimos la necesidad de experimentar un cambio, de salir de nuestro sufrimiento. Y lo expresamos, pero despertar produce mucho dolor. Porque despertar es despojarse de todo lo anterior, de todo lo que no nos sirve para vivir en el aquí y en el ahora, es sacar a flote nuestro yo real, el que, a veces, choca con el yo ideal. Es quedarse en al vacío durante una época, hasta que nuestro nuevo modelo de valores se asiente y se sienta. Es por ello que nadie desea despertar. Preferimos quedarnos como estamos, con nuestro sufrimiento, antes que asumir el dolor de la desnudez y el miedo a lo desconocido, mejor dicho, el miedo a perder lo conocido, pues lo desconocido no puede asustar, ya que no se conoce.

Realmente es una pena, nadie quiere despertar. Sólo queremos que alguien nos alivie, nos calme para seguir en lo nuestro. No nos engañemos, un despertar profundo y sincero implica mucho dolor. Sólo nos enfrentamos a ese despertar, a este cambio radical cuando nuestra existencia se ha derrumbado extremadamente, cuando ya no encontramos solución posible, cuando estamos cansados de nuestro propio cansancio, porque vivir dormidos cansa mucho.

sábado, 3 de mayo de 2008

La comunicación escrita como fuente de conocimiento del otro

La comunicación escrita ha supuesto, hasta hace algunos años, una valiosa fuente de conocimiento de aquella persona que, a través de sus misivas, se ponía en contacto con nosotros: sus estados de ánimo en el momento de escribirnos; sus preocupaciones, incluso, aspectos significativos de esa persona; su refinamiento educativo; su nivel cultural; su actitud hacia nosotros, así como también determinados rasgos de su personalidad, evidenciados de manera excepcional por expertos a partir del análisis grafológico de quien escribía.

Otrora se acostumbraba a guardar unas determinadas pautas de relación en la comunicación escrita. Pautas que resultaban un abrirse al otro y una cortesía hacia su persona. Así, las misivas solían comenzar con una preocupación sobre la otra persona, sobre su estado de salud y de ánimo, también como un deseo claro de bienestar hacia él o ella. Seguido a esto, se solía enlazar con algo de nosotros, relativo a nosotros mismos (yo estoy bien) y a las personas que constituían nuestro entorno más cercano. Era una manera de compartir nuestro espacio vital y algo de nuestro mundo interior, que suponía un preámbulo en nuestras cartas.

Como consecuencia de la llegada de las nuevas tecnologías, especialmente del correo electrónico y de los mensajes cortos a móviles (SMS) -que han propiciado un intercambio comunicativo más rápido, alimentando nuestra vida apresurada y, de alguna manera, impersonal-, gran parte de estos valores de la comunicación escrita de los que antaño disfrutábamos, se han perdido.

Muchos de nosotros utilizamos estos medios de comunicación en sustitución del teléfono porque, entre otras cosas, resulta más barato y nos permite reflexionar mejor sobre lo que deseamos decir, pero también como sustitutivo de las cartas manuscritas, por los mismos motivos económicos aludidos y por la inmediatez que los caracteriza.

Por una parte los aspectos técnicos inherentes a las nuevas tecnologías, que obligan a escribir bajo tipologías preestablecidas, desterrando el rasgo manuscrito, así como el uso que frecuentemente hacemos de ellas bajo nuestra vida apresurada, donde lo que se desea comunicar debe ser preciso y sin excesivos esfuerzos, nos están llevando a la pérdida de ese potencial que, hasta su llegada y algunos años después, tenía la comunicación escrita.

Es habitual comenzar nuestra comunicación sin referencia al otro, sin un “querido…” o querida…”, sin un “estimado…” o “estimada…”, sin un “apreciado…” o “apreciada…”; no digamos nada de otras fórmulas que supondrían un retorno al Siglo XIX como, por ejemplo, “de mi especial consideración…”. También es habitual ver que se suele terminan sin una despedida cálida y sentida que al otro le deje con la sensación de que para nosotros es importante. Así, usamos los convencionalismos de “un abrazo”, “cordialmente”, “hasta luego” o, a veces, nada.

Nuestros mensajes, en la mayoría de los casos, no hablan nada de nosotros, no hablan nada del otro. Son comunicaciones vacías de afecto, orientadas en exclusiva a comunicar algo puntual y rápido. También se usan como vía impersonal de comunicación, pues nos permiten enviar un mismo mensaje a varias personas a la vez, con el consabido ahorro de esfuerzo que supone no enviar la misma carta o mensaje a cada destinatario, uno a uno de manera personalizada. Lo que, muchas veces, no invita a la respuesta, quedando lo que se comunica exclusivamente en el plano de la información.

Estas misivas electrónicas, por otra parte, suelen venir poco cuidadas, algo a lo que ya nos venimos acostumbrando y a lo que casi ya nos prestamos atención ni juzgamos, pues, en nuestro interior, nos hemos adiestrado para ser benevolentes con esto, disculpándolo bajo el supuesto de la prisa que tenía quien escribió.

A pesar de ello, estos medios de comunicación pueden seguir siendo, si nos lo proponemos, una enorme fuente de conocimiento de la otra persona. Por supuesto ya no existe la posibilidad de analizar la grafía de quien escribe, pero sí de saber cosas de él o de ella si estos medios son usados con reflexión, ganas de que el otro conozca de nosotros y si se cuidan las formas y se mira un poco a las maneras consideradas de otro tiempo. Maneras que nos obligaban a establecer una relación más próxima y humana con aquellas personas a las que nos dirigíamos. Todo ello requiere un darse cuenta y un esfuerzo por no perder algo que durante tiempo supuso una valiosa fuente de comunicación e información entre todos nosotros.

Es doloroso ver que cada vez se atiende más al contenido que a la forma. Nos estamos acostumbrando a menospreciar las reglas de puntuación, a no buscar aquellas palabras que expresen con precisión lingüística lo que queremos expresar, a escribir sin atender a las reglas ortográficas, confiando en las correcciones que, posteriormente, nos hará la aplicación informática que estamos usando (algunas personas, además, ni esto, ya que no se han preocupado de tener activado el corrector ortográfico en sus aplicaciones de texto).

A todo ello se suma el hecho de que nuestro lenguaje se está desvirtuando; ese legado tan rico que hemos heredado y que supone la base de nuestras capacidades cognitivas superiores. Las prisas y las posibilidades tecnológicas de estos medios modernos, llevan a que las nuevas generaciones y las no tan nuevas comiencen a usar los símbolos lingüísticos no como una parte integrada en un todo, como parte de un significado, de un concepto, en definitiva de una palabra, sino como un elemento aislado que tiene valor expresivo en sí mismo. Así, la fonología del símbolo adquiere un valor expresivo y comunicativo nunca sospechado ni admitido hasta ahora. Esto, por su parte, cercena así toda posibilidad de conocimiento del otro, al no ofrecernos ya ningún parámetro de ese saber sobre algunos rasgos y características de la otra persona.

Como ejemplo, se me ocurre la siguiente comparación. Un mensaje con el siguiente texto: “bete a casa. No puedo ir a recogerte. La reunión de hoy me a hecho retrasarme” puede orientar algo sobre el nivel cultural de la persona que lo ha escrito o bien hacernos pensar que es una persona dejada en su comunicación o, incluso, despistada. Nos posibilita, por tanto, establecer hipótesis sobre esa persona aunque, indudablemente, la información que podemos recibir sobre ella sea extremadamente pobre en este mensaje.

Sin embargo, ese mismo mensaje escrito bajo los convencionalismos actuales, nos deja vacíos, sin posibilidad de saber ya nada sobre el otro, sin capacidad para establecer ninguna hipótesis sobre quien escribe. Así, atendamos al mismo mensaje escrito de la siguiente manera: “bt a ksa no pdo ir a regerte xq l reuni m a exo rtrasm”.

Sobre mi concepto del amor

Desde un sentido general, puedo decir que amar a otra persona es celebrar todos los días el hecho de que haya nacido.

Para explicarme bien lo que con esta afirmación quiero decir, debo referirme a aquellos aspectos que, para mí, sustentan este sentimiento, que considero muy elevado, en nuestras relaciones con los otros.

Amar es respeto. Es celebrar la existencia de la otra persona respetando lo que es, admitiéndola tal cual es, con lo que nos gusta y con lo que menos nos gusta. No intentar cambiarla, pues intentar cambiarla supone renunciar a apreciar esa parte de ella que también la constituye, pero que no encaja con nosotros. Amar a otra persona es respetar su libertad, su espacio vital, sus necesidades, sus miedos, sus limitaciones, pero también sus deseos, sus ilusiones, su silencio, sus expectativas en la vida y sus decisiones.

Amar es dar. Es ofrecer a la otra persona, por el mero hecho de estar y ser, todo lo mejor de nosotros, sin esperar una recompensa. Es dar, incluso, con renuncia, asumiendo quedarte sin aquello que das, porque sientes que la otra persona lo necesita más que tú.

Amar es dolor. Cuando se ama a alguien de verdad duele verlo mal, verlo enfermo o abatido. Pero ese dolor no debe convertirse nunca en un sufrimiento que perdura en el tiempo, pues el sufrimiento nos obnubila, nos hace actuar en nuestro beneficio e impide, por tanto, ayudar con eficacia al otro. El dolor en el amor es entrar en contacto con el otro, es reforzarlo en nosotros mismo para sentirlo con más fuerza. Es también sentir su sufrimiento en toda su intensidad pero no manifestarlo; sentir calladamente, para no agobiarlo. Es estar, pero no actuar, sólo acompañar, aunque nuestro dolor sea grande. Esta actitud refleja una enorme confianza en el otro, al concederle la oportunidad de superar por él mismo sus problemas dándoles la solución adecuada. Nuestro cometido es crear el clima adecuado para que ello sea posible.

Amar es compartir. Cuando se ama, se siente la necesidad imperiosa de compartir con la persona que se ama: lo que constituye nuestra vida exterior y nuestro mundo interior. Es, por tanto, la necesidad de extendernos, de proyectarnos al mundo a través de quien amamos. Es un depositarnos en esa o esas personas que amamos.

Amar es escuchar. No es oír, es una escucha atenta de lo que la otra persona quiere comunicarnos. Es entrar, sin barreras, en su mundo afectivo y emocional para comprenderlo. Es, también, darle la oportunidad de que se escuche a sí misma.

Amar es sentir. Amar es abrir los ojos por la mañana y no preguntarse por qué la persona que se ama viene a nuestra mente y nos despierta ese sentimiento de plenitud, de dolor y de felicidad. Amar a esa persona es no preguntarse nunca por qué se la ama, ya que la pregunta siempre encierra una duda.

Amar es contacto. Amar es sentir la necesidad de descansar sobre la persona amada en un abrazo, en un beso o en una acaricia. Es un descanso placentero y prolongado que forma parte de nosotros de por vida. Es intercambiar las energías más positivas. Es dar parte de nosotros en ese acto humano.

Amar es deseo. No es un deseo referido a nosotros mismos. Es un deseo proyectado a la otra persona. Es desear su bienestar, su felicidad, su permanencia en esta vida de forma plena.Amar es soltar. El amor no es posesión, es el respeto absoluto a la libertad de la otra persona.